La cuestión de la identidad social.
David Álvarez Martín.
La primera cuestión es delimitar si existe una diferencia en lo que acostumbramos denominar identidad social (en cuanto pertenecemos a una determinada cultura, nación, religión, etnia, etc.) y la identidad que llamaríamos personal (en cuanto soy fulano o mengano, soy hombre o mujer, etc.) Entre una y otra hay “grados” como los procesos de identificación que generan profesiones, ser parte de un grupo social, los miembros de congregaciones religiosas, los egresados de ciertas escuelas o universidades, etc. Diferenciar entre estos “niveles” de identificación y reconocer los elementos comunes a todos nos ayudara a profundizar en lo que llamamos identidad, sus aportes para una vida plenamente humana y sus patologías. Necesitamos una fenomenología de la identidad humana. Antes de valorar patologías de la identidad social que puedan conducir a la violencia, a la agresión, etc., y proponer formas terapéuticas para su sanación, debemos tener una compresión meridiana al menos de lo que significa la identidad.
La identidad (refiriéndome a la variedad expresada en el punto anterior) de entrada es algo que “somos”, no que “tenemos”, por tanto siempre que preguntamos a alguien quién es o intentáramos averiguar quienes son tal o cual grupo de personas, la respuesta será una indicación de identidad (soy yo, no soy, soy como soy, soy Juan o soy María, soy un artista, soy dominicano o soy catalán, soy católico o soy ateo, somos el pueblo tal, etc.). La identidad nos compromete de manera esencial, desde ella, como retina de nuestros ojos, vemos el mundo, las relaciones, los valores, los otros, y a la vez nuestra identidad nos ubica en el seno de esa cosmovisión. Qué significa existir, ser, ser hombre o adulto en la sociedad en que vivo. Quiénes pueden ser mis aliados o mis rivales. Quiénes mis superiores, mis inferiores o mis iguales. A quiénes debo amar y a quiénes odiar. Y dicho en términos evangélicos, quién es mi prójimo.
Todos estamos de acuerdo que los procesos de identificación, al ser constitutivos en diversos grados de nuestro ser como persona, no son escogidos libremente. A cada uno lo forjaron de tal o cual manera. El núcleo familiar, la escuela, la sociedad, la cultura, los medios de comunicación, los grupos sociales, nos fueron definiendo de manera compleja los diversos rasgos de identidad individual, de género, de pertenencia a una familia, de clase social, de creencias religiosas, de nacionalidad, entre otros. En la medida que alcanzamos cierta edad -en esto necesitamos la ayuda de psicólogos y pedagogos- podemos desarrollar una actitud crítica hacia los perfiles de identidad que nos han articulado, muchos toman distancia de los valores y creencias de sus padres y ancestros, debido a viajes al exterior pueden relativizar la identidad de la sociedad de donde es oriundo, en eso los medios de comunicación actuales contribuyen en gran medida incluso en quienes no han salido de su tierra natal. A ese punto de nuestra existencia en que comenzamos a dejar de habitar cómodamente en la identidad recibida y comenzamos a relativizar, a pensar críticamente, a ponderar la legitimidad de otras identidades, justo a partir de ese punto tenemos espacios de libertad personal para cuestionar los valores contenidos en nuestras formas de identidad. Es a partir de ese punto –que regularmente se ubica en la adolescencia, la juventud, la adultez temprana- que se puede iniciar una valoración crítica de las identidades donde nos hayamos insertos y se da la posibilidad de evaluar críticamente lo recibido y reconstruir las formas de identidad donde nos encontramos ubicados. A la vez se nos abre un campo para evaluar los procesos educativos –formales e informales- que gestan modelos de identidad patológicos, que impulsan a la discriminación, la xenofobia, el machismo, y tantas formas de identidad que conducen a la agresión.
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